Ray Bradbury

El otro yo

No escribo yo…
el otro que hay en mí
pide aflorar constantemente.
Mas si me apresuro a volverme y mirarlo
él vuelve a escabullirse
al momento y al lugar
en donde estaba antes
pues sin saberlo entorné la puerta
y lo dejé salir.
A veces un grito encendido lo llama;
comprende que lo necesito,
y yo también. Su tarea
será decirme quién soy bajo la máscara.
Él es Fantasma, yo fachada
que oculta la ópera que él escribe con Dios,
en tanto yo, ciego del todo,
espero impávido a que su mente
se me deslice brazo abajo,
por la muñeca, hasta la mano
y las puntas de los dedos
y furtiva encuentre
esas verdades que caen de las lenguas
con sonido quemante,
todo surgido de una sangre secreta
y alma secreta de secreto suelo.
Con alegría
él se asoma a escribir, y luego corre
a esconderse una semana
hasta que reanuda el juego
en el cual yo finjo, diligente,
que no es mi propósito tentarlo.
Pero lo tiento,
mientras simulo mirar hacia otro lado,
para que no se esconda todo el día.
Echo a correr e inicio un juego simple
un salto distraído
¿Cuál convoca del sueño
la bestia que brilla y acecha?
¿De quién las reservas y el coto de caza?
De mi aliento, mi sangre,
mis nervios.
Pero ¿qué lugar de esa materia
habita él?
¿Dónde está su madriguera?
¿Tras esta oreja de grasa?
¿Dónde cuelga el sombrero
el joven descarriado?
No hay caso. Ermitaño nació
y vive recluido.
Nada que hacer sino
seguir sus triquiñuelas
dejar que corra y cosechar la fama.
En la cual yo pongo el nombre
a una materia que le he birlado,
y todo porque le atraje
con dulces aromas creativos.
¿Escribió R.B. ese poema,
ese diálogo, esa línea?
No: el simio interior, invisible,
fue quien lo instruyó.
Vestido con mi carne,
su alcance es misterioso.
No digan mi nombre.
Elogien a ese otro.